Miseria.

He visto los vientres brillar en contra luz,

a la orilla del camino inhóspito de mi pueblo.

He visto los ombligos protuberantes,

de tanto llorar del hambre hereje

cuando la tierra colorada no emite el fruto esperado.

He sentido las contracciones de las viseras

de tantos que como yo, han conocido al Niágara,

y no en los cuellos blancos de sus camisas,

si no mas bien, en los potreros desérticos y abandonados por las lluvias,

cuando los charcos se quedaron sin su gracia,

cuando los arboles perdieron sus nidos,

cuando las tardes dejaron atrás su frescura,

cuando el río dejo de reír en las madrugadas,

cuando el mango sabia a estiércol putrefacto,

cuando el caimito era blando,

cuando el maíz asado se conjugaba en mi paladar con un vaso de agua salobre.

He sentido los rayos de sol incinerando los huesos vivos,

destiñendo los cabellos duros y polvorientos,

de aquellos que como yo conocen íntimamente a la naturaleza,

y no en el Discovery channel, en la National Geographic o en la green globe,

si no mas bien, a la entrada de sus puertas sin cerraduras,

en la cotidianidad de sus salir y entrar,

al transpirar en los conucos escarniosos de sus comarcas,

al caminar de este a oeste sin un horario en la espera del patrón los días 5,

al descubrir que la ultima chiva murió de sed en el camino de Don Bolé,

y que el potro del hijo del patrón se derrengó y hay que sacrificarlo.

He oído los gritos desesperados de los infantes,

al otro lado del camino de la opulencia,

cuando sus madres copulan, ya que no conocen el amor,

quedando en cintas para formar dúos, tríos, sextetos,

y hasta coros infantiles cuyas canciones serán siempre las mismas:

gritos desesperados,

cuyos uniformes serán los mismos:

vientres lucidos y ombligos protuberantes,

cuyas funciones serán las mismas:

“los atardeceres miserables”

cuyas remuneraciones serán las mismas:

Una mazorca asada con un jarro de agua salobre.

¡Que miseria!